“Una vez que Jesús
estaba orando solo, en presencia de sus discípulos…”. El texto
evangélico de hoy habla de la oración de Jesús, insiste
particularmente en esta dimensión orante de la vida de Jesús antes
de los momentos decisivos de su misión. Jesús, el hijo de María,
el carpintero de Nazaret, fue un hombre de su tiempo. Es verdad
también que confesamos a este hombre como Hijo de Dios, Dios hecho
carne que habitó entre nosotros. Pero, como muy bien lo afirma el
Concilio Vaticano II, Jesús “trabajó con manos de hombre, pensó
con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con
corazón de hombre” (Gaudium et Spes, 22). Por tanto, podemos
también afirmar que su oración fue una oración conforme a su
corazón de hombre. Su encuentro frecuente con Dios en la oración
respondió a una necesidad vital de comunicación y de comunión con
el Padre. No se trató sólo y simplemente de un ejemplo para
estimular nuestra oración. No fue una enseñanza más o una
recomendación hecha desde fuera.
Los discípulos están
unidos a Jesús. A ellos se les concede verlo como a Aquel que habla
con el Padre cara a cara, de tú a tú, como a un igual, como un Hijo
con su Padre. Los discípulos ven que Jesús está totalmente
identificado con el Padre, que es uno con el Padre.
Los aprendizajes vitales
que Jesús compartió con sus discípulos germinaron en horas de
silencio y soledad. Momentos de apertura dócil a la acción de Dios.
Jesús vivió largos momentos de oración y contemplación. Sólo
desde la oración sencilla y cotidiana es posible vivir el misterio
de nuestro camino de fe. Tal vez convenga preguntarnos hoy: ¿Cuánto
tiempo dedicamos a la oración? ¿Qué relación existe entre nuestra
oración y nuestra vida?
De la oración de Jesús
surgieron preguntas: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Puede
haber un conocimiento externo de Jesús, que es insuficiente para
creer en Él, amarle, seguirle… “Ellos contestaron: Unos que Juan
el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida
uno de los antiguos profetas”. Las opiniones de la “gente”
tienen en común que sitúan a Jesús en la categoría de los
profetas, son aproximaciones al misterio de Jesús, pero no llegan a
la verdadera naturaleza de Jesús. Se aproximan a Él desde el
pasado, no desde su ser mismo. Se trata de un conocimiento que no
lleva a una relación personal con Él ni a un compromiso de vida
definitivo.
“Y ustedes, ¿quién
dicen que soy yo?”. Pedro, impresionado y sobrecogido ante la
presencia orante de Jesús, en nombre de todos, da una respuesta que
parece completa y que se aleja de la opinión de los demás: “El
Mesías de Dios”, manifestando y poniendo de relieve la pertenencia
del Mesías a Dios. Pedro y los discípulos reconocen que la persona
de Jesús no tiene cabida en la categoría de los profetas, que Él
es mucho más que un profeta, alguien diferente. Lo habían visto en
sus acciones milagrosas, en la autoridad de su enseñanza, en el
poder de perdonar los pecados, en su trato de igual con el Padre.
Jesús es el Mesías, pero no en el sentido de un simple encargado de
Dios. Esta declaración de Pedro para nosotros es sublime, siempre
hemos de intentar penetrar en su significado; pero sólo se nos puede
hacer comprensible en el contacto con Jesús a través de la oración,
en el encuentro con Él, vivo y resucitado. El discípulo puede tener
un mayor, íntimo y profundo conocimiento del Corazón de Cristo, si
cree en Él y le sigue. Desde ahí llevaremos a cabo nuestra misión
de cristianos en medio del mundo.
Mons. Rafael Escudero López-Brea
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