Queridas hermanas,
¡El Señor les dé su
paz!
Cada año, al acercarse
el mes de agosto me pregunto qué quiere nuestro Padre san Francisco
que yo les diga a ustedes, a quienes gustaba llamar “Damas Pobres”.
Él nunca se afanaba mucho por predicarles a ustedes, como bien lo
saben, porque confiaba en el compromiso de ustedes para con el
Evangelio y en las dotes de guía de santa Clara. Esta confianza
sigue viva y yo les escribo simplemente tratando de compartir lo que
tengo en mi corazón y en mi mente. También yo les escribo como
hermano diligente que valora el compromiso de ustedes, que confía en
la capacidad de guía creativa y confiable de santa Clara y que
quiere unirse a ustedes para honrar a esta gran mujer. Quisiera
empezar con la carta que el Santo Padre Francisco, nuestro Papa
jesuita-franciscano, ha escrito para la apertura del Jubileo
extraordinario de la Misericordia. En esta carta nos recuerda la
continua llamada a la conversión que nos hace el Padre de las
Misericordias. Esta resuena para nosotros en la descripción que
santa Clara nos ha dejado de su vocación según el ejemplo y las
enseñanzas de nuestro Seráfico Padre san Francisco (RegCl 6,1).
Ella fue tan fiel a su vocación que incluso en el lecho de muerte
pudo decir a fray Reinaldo: “¡Desde cuando conocí la gracia de mi
Señor Jesucristo ninguna pena me ha sido molesta, ninguna penitencia
gravosa, ninguna enfermedad me ha sido dura, querido hermano!”
(LegCl 44); aun hoy la fuente dinámica de nuestra vida como
seguidores de Francisco y Clara es la conciencia de la gracia y de la
misericordia de Dios.
Este Año de la
Misericordia tiene otra resonancia especial para nosotros, porque
coincide con el VIII centenario del Perdón de Asís, que el padre
san Francisco obtuvo del papa Honorio III en 1216. Él lo pidió
porque la Virgen María se lo había sugerido – no por otra razón
– sino porque compartía el inmenso deseo de Dios de reunir a todos
consigo en el gozo de la gloria. El deseo de compartir la
misericordia de Dios está todavía vivo en el corazón de la Iglesia
como este Año jubilar nos lo demuestra. Y no ha cambiado nada de
nuestro compromiso tendiente a realizar el deseo de Francisco, que
todos vayan al paraíso. El Papa Francisco nos pide que seamos
misioneros de la misericordia profundizando nuestra vocación y
poniendo al servicio de todos los dones recibidos del Padre de las
Misericordias.
“No será inútil en
este contexto remitirnos a la relación entre justicia y
misericordia. No son dos aspectos contrastantes entre sí, sino dos
dimensiones de una única realidad que se desarrolla progresivamente
hasta alcanzar su ápice en la plenitud del amor. [...] Hay que
recordar que en la Sagrada Escritura la justicia es concebida
esencialmente como un abandonarse confiados a la voluntad de Dios”(MV
20).
Francisco comprendió
enteramente esta concepción de la justicia como entrega de sí, y en
la Regla no bulada afirma precisamente que “la limosna es la
herencia y el justo derecho debido a los pobres” (Rnb IX, 8). Clara
también comprendió esto y en su búsqueda de la justicia no solo
dio su herencia (y una parte de la de su hermana) a los pobres, sino
que también dio pasos radicales para seguir a Cristo yendo a vivir
en San Damián y compartiendo la pobreza, la vulnerabilidad y la
debilidad de los pobres. Si estuviera viva todavía, estamos seguros,
sería bien consciente de la situación del mundo y estaría
escuchando valientemente la palabra de parte del Señor.
Queridas hermanas, ¿cómo
vivimos hoy la justicia de esta entrega de sí a la voluntad de Dios
en mundo en donde los costos del poder y de la riqueza son soportados
sobre todo por los pobres? ¿Qué les diría Clara a ustedes, sus
amadas hijas, a las cuales confió el carisma de la vida evangélica
en fraternidad y sin nada propio? ¿Cómo las guiaría por el camino
de una vida de minoridad cada vez más radical, vista la realidad de
nuestros tiempos? ¿Cómo nos guiaría a todos nosotros a aquel lugar
del corazón humano y del mundo donde yace oculto el tesoro (3CtaCl
7)? Nuestro mundo está atravesando una profunda crisis, tanto
espiritual como material. Los cristianos todavía son perseguidos en
muchos países, el extremismo, el fanatismo, están en abierta
actividad, millones de personas se ven obligadas a huir a causa de la
guerra, del terrorismo y de la opresión. La necesidad de
contemplación es más urgente que nunca; y he ahí por qué Clara
sigue diciéndonos: “Medita y contempla y esfuérzate en imitarlo”
(2CtaCl 20). Sin la gracia de la contemplación que alimente a
nuestro mundo, sería fácil caer en la desesperación dado que los
problemas son realmente enormes y por encima de nuestro alcance.
Pero hay otro dolor.
Nuestro bellísimo planeta está sufriendo desmedidamente. En los
últimos cincuenta años se han extinguido gran número de especies,
otras se han reducido en número a causa de la pérdida de su
hábitat. Nuestro clima ha perdido su tradicional equilibrio y esto
causa inundaciones o sequías, mientras globalmente se registra una
falta de agua, realidad esencial para todas las formas de vida del
planeta. Todos estos factores tienen efectos intensos sobre las
plantas, las aves, los insectos, los animales, al igual que sobre los
seres humanos. La necesidad de tener misericordia para con “nuestra
Hermana la Madre Tierra” nunca ha sido tan urgente. Hace poco más
de un año el papa Francisco escribió al mundo la encíclica Laudato
si’, subrayando y enfatizando el hecho de que también nuestra
madre tierra debe ser considerada entre los pobres a quienes se debe
justicia. Afirma:
“Esta hermana clama por
el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso
de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que
éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La
violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado,
también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos
en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes. Por
eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, esta nuestra
oprimida y devastada tierra, que “gime y sufre dolores de parto”
(Rm 8,22). Olvidamos que nosotros mismos somos tierra” (cf. Gn
2,7). Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del
planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y
restaura” (LS 2).
Frente a este escenario
el papa Francisco nos muestra que “la crisis ecológica es un
llamado a una profunda conversión interior” (LS 217) y nos muestra
el camino sencillo a través del cual responder a ambas crisis:
“¡Este es el momento
favorable para cambiar la vida! [...] Basta solo acoger la invitación
a la conversión y someterse a la justicia, mientras la Iglesia
ofrece la misericordia” (MV 19).
Como modelo de conversión
nos ha presentado a la Santa amada por todos los franciscanos, Santa
María Magdalena, elevando a fiesta la celebración de su recuerdo.
Sabemos que en muchas de las Fraternidades franciscanas de los
orígenes había una capilla dedicada a María Magdalena, por cuanto
la reconocían como el paradigma de la conversión, un verdadero
espejo, el espejo de una persona que se ha entregado totalmente en el
amor, como el mismo Señor lo atestigua.
Se nos ha dicho que la
Magdalena, al recibir misericordia, ha amado mucho. Ella tuvo “el
honor de ser la “primera testigo” de la resurrección del Señor”,
y vino a ser “apostolorum apostola” (apóstol de los apóstoles),
porque anuncia a los apóstoles lo que a su vez ellos anunciarán a
todo el mundo”. Por eso se la puede considerar realmente como
primera testigo de la Misericordia divina. Mujer de corazón grande,
a veces incluso imprudente, “mostró un gran amor a Cristo y fue
por Cristo tan amada” (cf. Apostolorum apostola – Artículo de S.
E. Mons. Arthur Roche, Secretario de la Congregación del Culto
divino). La misericordia que ella recibió produjo fruto cuando ella
dio testimonio de la resurrección y vino a ser apóstol de los
apóstoles.
“Por lo demás, el amor
no podía ser una palabra abstracta. Por su misma naturaleza es vida
concreta: intenciones, actitudes, comportamientos que se realizan en
el actuar de cada día” (MV 9).
Podríamos decir que
María Magdalena acompañó a Clara la noche del Domingo de Ramos en
que ella decidió unirse a los hermanos. Ya habían recitado los
Maitines del lunes de la Semana Santa, leyendo el pasaje relativo a
María de Betania que unge los pies de Jesús y se los seca con sus
cabellos – anunciando así, como dice Jesús, la unción para la
sepultura (cf. Jn 12,1-8). Hay que decir que María de Betania, en
esa época era identificada a menudo con la Magdalena, aunque no era
la misma. Con las candelas de esa liturgia todavía encendidas, los
frailes cortan los cabellos de Clara y la consagran al Señor.
Parafraseando la Carta a los Hebreos, en cierto sentido Clara “sale
– de casa – para unirse a él fuera del campamento y compartir su
oprobio” (cf. Hb 13,13; LegCl 7). “Mira que Él por ti se hizo
objeto de desprecio: sigue su ejemplo haciéndote despreciable en
este mundo por amor suyo” (2CtaCl 19), dice Clara a Inés de Praga
algunos años más tarde. Desde el comienzo la vocación de Clara
estuvo marcada por el amor hacia aquel “cuya belleza es la
admiración incansable de los bienaventurados ejércitos celestiales.
El amor de él hace felices, su contemplación restaura, su
benignidad da plenitud. La suavidad de él inunda toda el alma, su
recuerdo brilla en la memoria. A su perfume los muertos resucitan”
(4CtaCl 10-13).
La influencia de María
Magdalena se nota en el bellísimo crucifijo que hay en la basílica
dedicada a santa Clara, encargado por sor Benedicta, la abadesa
sucesora de Clara. Allí Clara, Benedicta y Francisco lloran a los
pies de Jesús, como la mujer que le lavó con sus lágrimas los pies
y ayudó a prepararlo para la sepultura. Clara y la Iglesia nos miran
a nosotros para que nos entreguemos al servicio del Señor, fieles
hasta el final y capaces de anunciar la verdad de la resurrección.
Clara las invita a dejarse colmar “de valor en el santo servicio
que han comenzado por el ardiente deseo del Crucificado pobre”
(1CtaCl 13) y a ser “modelo, ejemplo y espejo” (Test 19).
En nuestro mundo bajo
presión, donde hasta la madre tierra sufre, ¿cómo podemos
nosotros, Hermanos Menores y Hermanas Pobres, vivir los valores del
Evangelio en un contexto donde una persona de cada ciento trece es un
refugiado, y donde “«los desiertos exteriores se multiplican en el
mundo porque los desiertos interiores se han vuelto tan extensos»”
(LS 217)? Este es el serio desafío para nosotros hoy. La humanidad
que sufre, nuestro planeta que combate y toda la familia franciscana
están pidiendo a las hijas de Santa Clara que nos ayuden a abrir
nuestro corazón para podernos someter a la justicia en este tiempo
de misericordia. “Es el momento de escuchar el llanto de las
personas inocentes despojadas de sus bienes, de su dignidad, de sus
afectos, de su vida misma” (MV 19). Necesitamos un corazón
compasivo y contemplativo del movimiento franciscano que nos ayude a
escuchar el grito de los pobres y el de la madre tierra. María
Magdalena encontró al Señor Resucitado en un huerto. Francisco,
verdadero amante del Señor, escribió el Cántico de las criaturas
en un huerto. Muchos de nosotros tenemos un huerto, grande o pequeño,
y como hermano les pido cálidamente que continúen en el compromiso
de trabajar por la creación, a fin de que todo ser viviente que
tiene una casa sobre la tierra por ustedes compartida sea acogido con
respeto como hermano y hermana, aunque de inmediato me doy cuenta de
que ¡el trabajo para los jardineros se ha vuelto cada vez más
difícil!
La creación no está a
nuestra disposición sino que existe para la gloria de Dios y
nosotros los seres humanos no somos sino sus cuidadores. Ayúdennos a
no ser como el de la parábola a quien se le perdonó mucho pero que
no tuvo misericordia alguna para con el otro. Necesitamos que ustedes
sigan mostrándonos cómo vive el que ama realmente al Señor,
dándonos un ejemplo de respeto para con la madre tierra, frente a
tantas acciones que la explotan y la hieren por lucro o conveniencia.
Todos estamos llamados a cambiar, y hablo en nombre de todos los
franciscanos cuando digo que nosotros las miramos a ustedes, Hermanas
Pobres, y les pedimos que nos ayuden. Clara no tuvo miedo de “ninguna
pobreza, fatiga, tribulación, humillación y desprecio del mundo”
(RegCl 6,2), cosas todas que, hoy en cambio el mundo teme
grandemente. Las palabras dichas a propósito de María Magdalena, se
aplican realmente a Clara: pertenecía al grupo de los seguidores de
Jesús, lo acompañó hasta los pies de la cruz, y en el huerto donde
la encontró junto a la tumba, fue la primera testigo de la
misericordia divina (cf. Apostolorum apostola – Artículo de
S.E.Mons. Arthur Roche, Secretario de la Congregación para el Culto
divino).
Nosotros las miramos a
ustedes que nos atestiguan “desde el horno del corazón ardiente
como llameantes centellas de palabras” (cf. LegCl 45).
En el nombre de todos los
Hermanos, les deseo toda clase de bendiciones y gracias y comparto el
sabio deseo del Papa Francisco dirigido a nuestras Hermanas del
Protomonasterio:
“El Señor les conceda
una gran humanidad para ser personas que saben captar los problemas
humanos, que saben cómo perdonar, que saben cómo pedir al Señor en
nombre de la gente”.
Les auguro un gran gozo
para la celebración de la fiesta de la santa Madre Clara. Como todos
los hermanos, las llevo en mi oración y les pido que nos tengan a mí
y a toda la Orden en la de ustedes.
Fr. Michael Anthony
Perry, ofm
Ministro general y siervo
Roma, 15 de julio de 2016
Fiesta de san
Buenaventura,
Doctor de la Iglesia