La parábola del rico
sin nombre y el pobre Lázaro comienza como un cuento
moralizante. Pero su final no tiene una moraleja, sino que
es sabiduría de salvación para nosotros. Es parte del anuncio del
Reino que vino a instaurar Jesús.
No se debe deducir
que en el más allá todo cambia para bien del que lo pasa
mal en esta vida y pensar en la eternidad como un consuelo para
nuestras frustraciones. El Señor no condenó la buena vida, ni las
riquezas de este hombre que vivía a cuerpo de rey, ni sus
banquetes.
Condenó que no supiera
ver al prójimo y que no solo no tratara de superar el abismo
entre los dos, sino que, además lo aumentara.
La misma brecha que los
dividía aquí es la que encontró después. Nada podía colmarlo, y,
en el más allá, era imposible hasta para Abraham, el padre de
todos.
El rico podía llenar
ese abismo con misericordia y construir un puente entre él
y Lázaro. En cambio, no hizo nada y lo eternizó con sus
acciones. El infierno no es el fruto inesperado del juicio, sino
la lenta maduración de nuestras acciones en esta vida. Todo se
decide en esta vida.
El error del rico es no
haberse dado cuenta de la existencia del pobre que estaba a su
puerta, para él Lázaro no existía.
El mal es la
indiferencia con la que dejamos intacta la separación entre
nosotros y nuestros prójimos. El primer milagro de un bautizado es
advertir que los demás existen y tender puentes de misericordia
y perdón. Esa es la única manera de superar los abismos. Es
notable que en la parábola ni se nombre a Dios... Pero su
presencia resulta tan notoria que ni hace falta mencionarlo.
Jesús vino a este
mundo y se hizo como un hombre cualquiera para construir un
puente entre Dios y nosotros. Así enseñó con su vida y su
muerte que somos hermanos y llegamos al Padre que nos espera a
todos del otro lado
P. Aderico Dolzani,SSP
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