A
menudo constatamos que hay personas que con muy pocos recursos
han hecho de su vida una virtud; en cambio otros, teniendo mucho, han
perdido el gozo y la alegría de vivir. Por un lado, a través de la
trayectoria de quienes hicieron fructificar sus talentos, Jesús nos
hace ver de qué manera es posible tomar una actitud de vida
arriesgada, pero positiva.
Al
contrario, mediante el caso de aquel que no ha sacrificado algo
por un bien espiritual mayor, nos advierte de qué modo uno
se puede arruinar la vida con la soberbia y el egoísmo.
El
patrón de la parábola representa al mismo Dios, quien
encomienda sus bienes a cada servidor. Y a cada uno de nosotros,
¿qué cosa nos confió? La propagación de su reino. Él nos
muestra cómo deben comportarse los que se sienten
responsables del Reino de justicia.
El
mundo de hoy está acostumbrado a valorar a las personas según
la posición social que ocupan y esto puede darse también en
el interior de la Iglesia. El evangelio nos enseña a valorar el
servicio, por eso, Jesús llama “siervo bueno y fiel” a quien
lo imita de corazón, y “siervo malvado” a todo aquel que,
reconociéndose en dependencia de su Señor, no se vincula
con él de manera confiada y diligente.
Al
siervo malvado lo abrumó el miedo a arriesgarse y el anhelo
de seguridad. Es más fácil y cómodo quedarse sin hacer nada, que
exponerse a ser criticado y rechazado por un acto realizado. Por
eso, Jesús nos anima a ser buenos servidores y espera nuestra
respuesta.
De
este modo, Dios refleja su “grandeza” y “fragilidad”.
Grandeza, porque él nos confía sus bienes; y fragilidad, porque,
aun sabiendo cómo somos, Dios continúa fiándose de nosotros,
aunque la mayoría de las veces corra el riesgo de perder.
P.
Fredy Peña Tobar, ssP
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