Dios
nos ha confiado la urgencia de instaurar y promover su reino de
justicia. Nosotros, habiendo recibido esa confianza, a veces la
traicionamos con el desamor.
En
el reino de Jesús, toda ayuda que ofrecemos al prójimo
es como si se la diéramos a él mismo. Él no quiere ni apagar
nuestra curiosidad ni suscitar nuestro miedo, lo que desea es
fomentar un comportamiento sobrio y orientado hacia una vida de
felicidad, como la describen las Bienaventuranzas.
Para los
incrédulos, es imposible un juicio final, pues piensan que
corresponde a la actitud de un Dios vengativo. Sin embargo,
Jesús muestra el día del juicio como aquel en que Dios
separará a los justos de los injustos. Pero esta “separación”
no busca atemorizar, sino mostrar la verdad de ser “felices” a
quienes lucharon por la justicia de Dios en lugar de la propia.
Ellos son los que renunciaron a ser llamados “benditos de mi
padre” porque coronaron su vida con acciones concretas de
amor desinteresado a los pobres de esta tierra.
El
juicio final nos revela el sentido definitivo de nuestras
acciones a favor o en contra del reino de Dios. Nadie está
exento de enfrentar esta instancia definitiva. Cada uno será
juzgado según el criterio que Jesús mostró en la parábola, y a
cada uno le presentará su destino eterno. Ese criterio es la
caridad y su identificación con los más necesitados. Porque
detrás de cada hombre pequeño y débil, está Jesús para
mostrar que la fragilidad humana guarda misericordia y solidaridad.
Él está en ellos y hoy nos asegura: “tuve hambre, y ustedes me
dieron de comer”.
P.
Fredy Peña Tobar, ssP
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