Una vez más, el
evangelio muestra que Jesús enseña por medio de gestos y palabras.
Su acción sanadora es un signo de su poder divino, y en él se abre
camino la soberanía de Dios. La sanación de un hombre
poseído por un espíritu inmundo confirma ese poder.
Los rabinos
consideraban que la sinagoga era el lugar privilegiado para
reflexionar sobre la Palabra de Dios.
Afirmaban que un buen
maestro tenía autoridad si se destacaba por sus enseñanzas,
las que debía fundamentar con citas de autores antiguos, ya que la
“tradición” era garantía de veracidad.
Jesús, en cambio, no se
apoyaba en lo que decían o hacían otros. Tampoco poseía un
título que avalara lo que enseñaba, sino que dijo: “Han oído
que se dijo, pero yo les digo”. Su doctrina era nueva porque,
al mismo tiempo que enseñaba, liberaba. Esta era la diferencia con
la enseñanza de los doctores de la Ley. Jesús, cuando sanó al
endemoniado, lo interpeló, lo puso en el centro de la atención y lo
dignificó como persona.Los “demonios” eran identificados como
potencias espirituales o fuerzas maléficas que poseían a las
personas y les provocaban enfermedades: mudez, crisis
epilépticas, locura o cuadros de pánico. Por eso, en los
evangelios los posesos no son descritos como hombres moralmente
malos, sino más bien como víctimas indefensas, sin voluntad
propia.
En la sociedad,
encontramos que hay personas atribuladas que no pueden ser
felices porque alguien o algo se los impide. Sabemos que los
espíritus inmundos actuales son, entre otros, la violencia
bélica, el terrorismo, la inmoralidad sexual, las injusticias
sociales... Somos conscientes de estas circunstancias, pero, en la
mayoría de las ocasiones, nos ponemos bajo el alero de ese espíritu
inmundo porque no queremos sanar, y le cerramos la puerta a Dios.
P. Fredy Peña Tobar,
ssP
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