«Una gran señal
apareció en el cielo: una mujer, vestida de sol, con la luna bajo
sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (Ap 12,
1).
«Finalmente, la Virgen
inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original,
terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria
del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo,
para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores
y vencedor del pecado y de la muerte» (CIC, 966).
La instituyó el papa Pío
XII, en el año 1954. En su Encíclica AD CAELI REGINAM (A LA REINA
DE LOS CIELOS)
“...Procuren, pues,
todos acercarse ahora con mayor confianza que antes, todos cuantos
recurren al trono de la gracia y de la misericordia de nuestra Reina
y Madre, para pedir socorro en la adversidad, luz en las tinieblas,
consuelo en el dolor y en el llanto, y, lo que más interesa,
procuren liberarse de la esclavitud del pecado, a fin de poder
presentar un homenaje insustituible, saturado de encendida devoción
filial, al cetro real de tan grande Madre. Sean frecuentados sus
templos por las multitudes de los fieles, para en ellos celebrar sus
fiestas; en las manos de todos esté la corona del Rosario para
reunir juntos, en iglesias, en casas, en hospitales, en cárceles,
tanto los grupos pequeños como las grandes asociaciones de fieles, a
fin de celebrar sus glorias. En sumo honor sea el nombre de María
más dulce que el néctar, más precioso que toda joya; nadie ose
pronunciar impías blasfemias, señal de corrompido ánimo, contra
este nombre, adornado con tanta majestad y venerable por la gracia
maternal; ni siquiera se ose faltar en modo alguno de respeto al
mismo. Se empeñen todos en imitar, con vigilante y diligente
cuidado, en sus propias costumbres y en su propia alma, las grandes
virtudes de la Reina del Cielo y nuestra Madre amantísima.
Consecuencia de ello será que los cristianos, al venerar e imitar a
tan gran Reina y Madre, se sientan finalmente hermanos, y, huyendo de
los odios y de los desenfrenados deseos de riquezas, promuevan el
amor social, respeten los derechos de los pobres y amen la paz. Que
nadie, por lo tanto, se juzgue hijo de María, digno de ser acogido
bajo su poderosísima tutela si no se mostrare, siguiendo el ejemplo
de ella, dulce, casto y justo, contribuyendo con amor a la verdadera
fraternidad, no dañando ni perjudicando, sino ayudando y consolando.
21. En muchos países de
la tierra hay personas injustamente perseguidas a causa de su
profesión cristiana y privadas de los derechos humanos y divinos de
la libertad: para alejar estos males de nada sirven hasta ahora las
justificadas peticiones ni las repetidas protestas. A estos hijos
inocentes y afligidos vuelva sus ojos de misericordia, que con su luz
llevan la serenidad, alejando tormentas y tempestades, la poderosa
Señora de las cosas y de los tiempos, que sabe aplacar las
violencias con su planta virginal; y que también les conceda el que
pronto puedan gozar la debida libertad para la práctica de sus
deberes religiosos, de tal suerte que, sirviendo a la causa del
Evangelio con trabajo concorde, con egregias virtudes, que brillan
ejemplares en medio de las asperezas, contribuyan también a la
solidez y a la prosperidad de la patria terrenal.
22. Pensamos también que
la fiesta instituida por esta Carta encíclica, para que todos más
claramente reconozcan y con mayor cuidado honren el clemente y
maternal imperio de la Madre de Dios, pueda muy bien contribuir a que
se conserve, se consolide y se haga perenne la paz de los pueblos,
amenazada casi cada día por acontecimientos llenos de ansiedad.
¿Acaso no es Ella el arco iris puesto por Dios sobre las nubes, cual
signo de pacífica alianza? «Mira al arco, y bendice a quien lo ha
hecho; es muy bello en su resplandor; abraza el cielo con su cerco
radiante y las Manos del Excelso lo han extendido». Por lo tanto,
todo el que honra a la Señora de los celestiales y de los mortales
—y que nadie se crea libre de este tributo de reconocimiento y de
amor— la invoque como Reina muy presente, mediadora de la paz;
respete y defienda la paz, que no es la injusticia inmune ni la
licencia desenfrenada, sino que, por lo contrario, es la concordia
bien ordenada bajo el signo y el mandato de la voluntad de Dios: a
fomentar y aumentar concordia tal impulsan las maternales
exhortaciones y los mandatos de María Virgen.
Deseando muy de veras que
la Reina y Madre del pueblo cristiano acoja estos Nuestros deseos y
que con su paz alegre a los pueblos sacudidos por el odio, y que a
todos nosotros nos muestre, después de este destierro, a Jesús que
será para siempre nuestra paz y nuestra alegría, a Vosotros,
Venerables Hermanos, y a vuestros fieles, impartimos de corazón la
Bendición Apostólica, como auspicio de la ayuda de Dios omnipotente
y en testimonio de Nuestro amor.
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