Este domingo la Iglesia nos proclama uno de los evangelios que
Charles Péguy calificaba como “desvergonzados” porque parece que Dios
pierde la vergüenza al mostrarnos su corazón. De maestro a maestro, un
letrado va hasta Jesús, no para aprender de Él sino “para ponerlo a
prueba”. Un falso interés, vino a desvelar su más crasa ignorancia:
“¿quién es mi prójimo?”. Entonces Jesús contará la conmovedora parábola
del buen samaritano.
Hay un hombre malherido, medio muerto por una paliza bandida. Sobre
ese cruel escenario van a ir pasando diferentes personajes poniendo de
manifiesto la calidad de su amor, la caridad de su corazón. En este
ejemplo de Jesús, se puso bien a las claras hasta qué punto la “ley
puede matar”, cómo hay cumplimientos que son sólo torpes evasiones:
cumplo y miento.
El último personaje ante el escenario común, será un samaritano,
alguien que no entiende de leyes, ni de distingos. Se topa con un pobre
maltratado y… no sabe más. Alguien que seguramente jamás se había
planteado qué había que hacer para heredar la vida eterna, pero que
sería el único de los actores que había entendido la Ley.
Observemos los verbos empleados: llegó a donde estaba él, lo vio,
sintió lástima, se acercó, le vendó las heridas, lo montó en su
cabalgadura, lo llevó a una posada, lo cuidó, pagó los gastos… ¿No
recuerdan estos verbos las actitudes del padre de la parábola del hijo
pródigo?: estando todavía lejos, le vio su padre, se conmovió, corrió
hacia él, se echó a su cuello, le besó efusivamente e hizo fiesta en su
honor.
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Monseñor Jesús Sanz Montes, ofm
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