Jesús es invitado al
banquete por uno de los fariseos más influyentes de la ciudad,
que sabe que corre el riesgo de escuchar palabras duras de
digerir, pero que puede demostrar a los otros comensales su
influencia y poder, y darse el lujo de invitar a un
huésped incómodo para algunos de sus amigos. Jesús sabe que lo
observan y, al mismo tiempo, observa lo que sucede. Él ve cómo
los invita dos compiten por los primeros puestos, pues para ellos
lo importante es no ser menos que el otro y ser más considerado
que los demás. Seguramente, él, invitado especial, ocupa uno
de esos lugares y puede observar la escena desde un lugar de
privilegio.
Mientras se acomodan
los puestos según cómo lo dispone el dueño, o cómo los
acaparan los prepotentes, Jesús propone otra lógica: elegir el
último lugar. Este no es un sitio de castigo, normalmente es el
lugar de Dios, el de Jesús, el de quien vino para servir y no para
ser servido, el lugar de quien ama más que nadie y quiere hacer
un lugar para los demás.
El que se coloca en
el último lugar, recibe un tratamiento muy especial: lo llaman
amigo.
Jesús se dirige
también al dueño de casa para sugerir otra lógica al realizar
una fiesta: organizar algo para quienes no pueden dar nada a
cambio.
Nosotros tampoco
salimos de la costumbre de invitar a los cuatro escalones sociales
más cercanos: familia, parientes, amigos y vecinos
importantes. Sabemos que ellos nos invitarán. Hay un tácito
“te invito, y no me olvides cuando prepares algo”.
Haciendo lo que
sugiere Jesús, el círculo de los cuatro grados se amplía, y
entran personas de la comunidad, compañeros de trabajo,
compañeros de infancia quizás en dificultades, enfermos a
los que podemos levantarles el ánimo... Estos no podrán invitarnos,
pero nos harán felices porque nos llenarán el corazón de
sentimientos que, sin estos gestos, nunca experimentaríamos.
Para ser felices, hay
que obrar como Dios, que ama sin hacer cálculos.
P. Aderico Dolzani,SSP