Una muchedumbre acompaña
a Jesús, pero él no se asombra por el número, no espera la
aprobación ni el aplauso; le interesa la integridad del corazón de
cada uno de los que lo siguen, especialmente de sus discípulos.
En esas condiciones,
muchos líderes de este mundo buscarían alagar a las masas para
aumentar la aprobación y así sostener sus propios
intereses de dominio sobre las personas. Políticos,
comunicadores, artistas, publicistas... son maestros en estas
artes de seducción.
Jesús, en cambio,
pronuncia palabras fuertes a todos los que lo escuchan: “Si uno no
me ama más que a sus padres, mujer e hijos...”. “Si
uno no me ama más que a su propia vida...”. “El que no
renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo”.Estas
palabras son como los clavos de la cruz: si las escuchamos,
entran en nuestra carne viva y duelen. Pero condicionan la vida,
que de otra manera la perdemos. Para comprender el mensaje de
Jesús, no debemos poner el centro del texto de hoy en las
renuncias, sino en el deseo de ser sus discípulos,
compañeros en la vida.
La renuncia sola
produce insatisfacción y frustraciones, no felicidad. Renunciar
para conquistar y vivir un amor nos hace felices. Jesús no
pretende mucho de nosotros, quiere absolutamente todo, como todo amor
grande y único.
En la vida avanzamos
sobre la base de renuncias y sacrificios, de lo que somos
capaces de dejar libremente porque vivimos una pasión que
nos empuja y obliga desde el corazón. Rezamos verdaderamente
cuando nos disponemos a decirle a Dios que lo amamos por
encima de todas las cosas y las personas, y que nadie está antes
que él. Esa es la fuerza de los mártires, de los santos y no
una vana ascética masoquista.
Jesús, que nos visita
en esta eucaristía, se hizo pan para cada uno de nosotros
porque nos quiere. Hoy nos invita a ser el pan que necesitan
nuestros hermanos.
P. Aderico Dolzani,SSP
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