Es increíble y
meticuloso el sistema desarrollado por el hombre para atestar que
es propietario de algo y asegurarse de que nadie se lo vaya a
enajenar. Escrituras, contratos, acuerdos, sellos y garantías.
Cuando ya tenemos
todos los documentos, nos serenamos porque somos dueños
exclusivos. Todos acatamos este sistema, que es aún más
minucioso en el caso de las asociaciones, de los
estados, de las
multinacionales. Forma parte del culto a la propiedad. En tiempos
no muy remotos, esclavitud mediante, nos adueñábamos legalmente
hasta de las personas.
Sin embargo, si nos
detenemos a meditar un instante, podemos ver que no somos
propietarios de nada. Desnudos hemos venido al mundo y desnudos
vamos a partir. Con todos esos documentos podemos solo demostrar
que estamos administrando durante un breve período bienes que en el
fondo pertenecen a Dios.
Si somos los felices
titulares de una casa o departamento, pensemos cómo lo
gestionamos para que sirva al plan de Dios. Si somos una
nación soberana, ¿cómo administramos esta porción del planeta
que está en nuestras manos? ¿Está en función del bien
común o buscamos aprovecharnos de cualquier oportunidad para
apropiarnos de lo público?
Si convivimos en una
ciudad, cómo cuidamos el espacio público para que sea una
morada digna para todos... Basta ver como abunda la basura para no
dudar de la irresponsabilidad de ciertas actitudes.
La humanidad habita esta
tierra e incursiona ya en los planetas, no obstante se
comporta como dueña arruinándola y corriendo el riesgo de
autodestruirse...El centro del evangelio de hoy es claro: no se
puede servir a dos señores, al dinero y a Dios. En eso se nos
va la vida.
P. Aderico Dolzani,SSP
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