Con una parábola
Jesús nos enseña que hay dos maneras de rezar: una, hacer un
monólogo con uno mismo y otra, abrir sinceramente el corazón a
Dios. El fariseo se examina para ver todo lo bueno que es
y hace. Enumera sus virtudes y sus buenas acciones, y lo que
parece un agradecimiento a Dios es, en rigor, decirle que sobra
y no lo necesita. Este hombre está convencido de que con
sus propias fuerzas puede ser justo y ganarse el cielo. No
contento con su auto complacencia, se proclama juez del prójimo a
quien condena por lo que él considera malas conductas y pecados.
Se cree muy cercano a Dios, casi en el mismo nivel. Lejos está de
la humildad y de reconocer la propia situación y acusa a los
demás de no hacer la voluntad de Dios, cuando él mismo está
violando el mandamiento más importante: el del amor.
Su fe es
una vivencia exterior de formas y cultura religiosa mientras
cultiva la presunción y se encumbra en el propio egoísmo. Los
evangelios en otros textos describen a estas personas como
bonitos sepulcros, lindos por afuera pero llenos de
putrefacción por dentro. A eso se puede reducir el hombre. La
oración del publicano, hoy diríamos, un no practicante, es la
apertura de su corazón a Dios no negando nada de lo que sucede
en su interior y manifestándole que lo necesita, más que
el oxígeno para respirar. Está convencido de su indignidad,
tanto que ni levanta los ojos para dirigirse a Dios... No
menciona a nadie más que a sí mismo. No se compara con nadie, se
presenta desnudo de su egoísmo ante Dios. Esta es la oración que
llega hasta el cielo, como la de los
leprosos, el ciego de
nacimiento, la de Pedro pecador...La humildad que nos pide el
evangelio es simplemente reconocer serenamente nuestra situación.
P. Aderico Dolzani,SSP
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