La homilía que el Papa
Francisco pronunció:
Esta celebración tiene
como un doble sabor, dulce y amargo, es alegre y dolorosa, porque en
ella celebramos la entrada del Señor en Jerusalén, aclamado por sus
discípulos como rey, al mismo tiempo que se proclama solemnemente el
relato del evangelio sobre su pasión. Por eso nuestro corazón
siente ese doloroso contraste y experimenta en cierta medida lo que
Jesús sintió en su corazón en ese día, el día en que se regocijó
con sus amigos y lloró sobre Jerusalén.
Desde hace 32 años la
dimensión gozosa de este domingo se ha enriquecido con la fiesta de
los jóvenes: La Jornada Mundial de la Juventud, que este año se
celebra en ámbito diocesano, pero que en esta plaza vivirá dentro
de poco un momento intenso, de horizontes abiertos, cuando los
jóvenes de Cracovia entreguen la Cruz a los jóvenes de Panamá.
El Evangelio que se ha
proclamado antes de la procesión (cf. Mt 21,1-11) describe a Jesús
bajando del monte de los Olivos montado en una borrica, que nadie
había montado nunca; se hace hincapié en el entusiasmo de los
discípulos, que acompañan al Maestro con aclamaciones festivas; y
podemos imaginarnos con razón cómo los muchachos y jóvenes de la
ciudad se dejaron contagiar de este ambiente, uniéndose al cortejo
con sus gritos. Jesús mismo ve en esta alegre bienvenida una fuerza
irresistible querida por Dios, y a los fariseos escandalizados les
responde: ‘Os digo que, si estos callan, gritarán las piedras’
(Lc 19,40).
Pero este Jesús, que
justamente según las Escrituras entra de esa manera en la Ciudad
Santa, no es un iluso que siembra falsas ilusiones, un profeta ‘new
age’, un vendedor de humo, todo lo contrario: es un Mesías bien
definido, con la fisonomía concreta del siervo, el siervo de Dios y
del hombre que va a la pasión; es el gran Paciente del dolor humano.
Así, al mismo tiempo que
también nosotros festejamos a nuestro Rey, pensamos en el
sufrimiento que él tendrá que sufrir en esta Semana. Pensamos en
las calumnias, los ultrajes, los engaños, las traiciones, el
abandono, el juicio inicuo, los golpes, los azotes, la corona de
espinas..., y en definitiva al via crucis, hasta la crucifixión.
Él lo dijo claramente a
sus discípulos: ‘Si alguno quiere venir en pos de mí, que se
niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga’ (Mt 16,24). Él nunca
prometió honores y triunfos. Los Evangelios son muy claros. Siempre
advirtió a sus amigos que el camino era ese, y que la victoria final
pasaría a través de la pasión y de la cruz. Y lo mismo vale para
nosotros. Para seguir fielmente a Jesús, pedimos la gracia de
hacerlo no de palabra sino con los hechos, y de llevar nuestra cruz
con paciencia, de no rechazarla, ni deshacerse de ella, sino que,
mirándolo a Él, aceptémosla y llevémosla día a día.
Y este Jesús, que acepta
que lo aclamen aun sabiendo que le espera el ‘crucifícalo’, no
nos pide que lo contemplemos sólo en los cuadros o en las
fotografías, o incluso en los vídeos que circulan por la red. No.
Él está presente en muchos de nuestros hermanos y hermanas que hoy,
hoy sufren como Él, sufren a causa de un trabajo esclavo, sufren por
los dramas familiares, por las enfermedades... Sufren a causa de la
guerra y del terrorismo, por culpa de los intereses que mueven las
armas y dañan con ellas. Hombres y mujeres engañados, pisoteados en
su dignidad, descartados... Jesús está en ellos, en cada uno de
ellos, y con ese rostro desfigurado, con esa voz rota pide que se le
mire, que se le reconozca, que se le ame
No es otro Jesús: es el
mismo que entró en Jerusalén en medio de un ondear de ramos de
palmas y de olivos. Es el mismo que fue clavado en la cruz y murió
entre dos malhechores. No tenemos otro Señor fuera de él: Jesús,
humilde Rey de justicia, de misericordia y de paz.
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