En el Evangelio del
tercer Domingo de Cuaresma, San Juan relata que Jesús, al encontrar
en el templo de Jerusalén a vendedores y cambistas, hizo un azote de
cordeles y los arrojó con palabras encendidas: «¡Quitad esto de
aquí: no convirtáis en un mercado la Casa de mi Padre!» (Jn 2,
16).
La actitud «severa» del
Señor parecería estar en contraste con la mansedumbre habitual con
la que se acerca a los pecadores, cura a los enfermos, acoge a los
pequeños y a los débiles. Sin embargo, observando con atención, la
mansedumbre y la severidad son expresiones del mismo amor, que sabe
ser, según la necesidad, tierno y exigente. El amor auténtico va
acompañado siempre por la verdad.
Ciertamente, el celo y el
amor de Jesús a la Casa del Padre no se limitan a un templo de
piedra. El mundo entero pertenece a Dios, y no se ha de profanar. Con
el gesto profético que nos refiere el texto evangélico de hoy,
Cristo nos pone en guardia contra la tentación de «comerciar»
incluso con la religión, supeditándola a intereses mundanos o, de
cualquier modo, ajenos a ella.
La página evangélica
también tiene un significado más específico, que remite al
misterio de Cristo y anuncia la alegría de la Pascua. Respondiendo a
quienes le pedían que confirmara con un «signo» su profecía,
Jesús lanza una especie de desafío: «Destruid este templo, y en
tres días lo levantaré» (Jn 2, 19). El mismo evangelista advierte
que hablaba de su cuerpo, aludiendo a su futura resurrección. Así,
la humanidad de Cristo se presenta como el verdadero «templo», la
Casa viva de Dios. Será «destruida» en el Gólgota, pero
inmediatamente volverá a ser «reconstruida» en la gloria, para
transformarse en morada espiritual de cuantos acogen el mensaje
evangélico y se dejan plasmar por el Espíritu de Dios.
Que la Virgen nos ayude a
acoger las palabras de su Hijo divino. La misión de María consiste,
precisamente, en llevarnos a Él, repitiéndonos la invitación que
hizo a los sirvientes en Caná: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,
5). Escuchemos su voz materna. María sabe bien que las exigencias
del Evangelio, incluso cuando son pesadas y duras, constituyen el
secreto de la verdadera libertad y de nuestra felicidad auténtica.
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