Esta vez, los que
desean encontrarse con el Señor son de origen griego. Son paganos
que quieren convertirse. Curiosamente, al pasar por el templo, en vez
de entrar, estos van hacia Jesús, pero él no se dirige a ellos sino
a sus discípulos, y les dice: “ha llegado la hora de ser
glorificado”. Ahora, la responsabilidad de recibir a estos
convertidos no es de Jesús, sino de la propia comunidad,
que debe abrir horizontes para llevar la experiencia de vida con
Jesús a todos, sin distinción. La “Hora” es el tiempo de la
glorificación de Jesús y del Padre al mismo tiempo. Esa gloria
manifiesta el amor de Dios, que se concreta en la entrega de la vida
de su Hijo,
Jesús: “el grano de trigo que cae en la tierra y muere
para producir fruto”. La muerte es la condición para que el
grano libere la capacidad de vida que tiene; si no muere,
no producirá fruto. Sin duda, cada vez que mencionamos el
tema de la muerte, nos atemorizamos. Quizá porque la propia
vida se frustra ante ella, y nos falta ese paso cualitativo hacia el
verdadero amor, sobre todo cuando ese amor nos invita
siempre a ser más humildes y misericordiosos. Jesús no
tiene miedo de morir, aunque sienta fuertemente la carga
psicológica que eso implica, y nos señala: “el que ama
su vida, la pierde; y quien desprecia su vida..., la conserva
para la Vida eterna”. Al morir, Jesús no desaparece entre
nosotros, sino que se transforma en el centro de una gran comunidad.
La vida terrena, para él, no es el sumo bien que debe ser salvado a
cualquier precio para permanecer apegados a ella. Al contrario, lo
que vale para Jesús también ha de ser valorado por todo
creyente, pues todo aquel que permanece fiel a él, por medio del
amor, aprecia la vida en su justa medida, sin sobrevalorarla,
y la muerte, sin menospreciarla.
P. Fredy Peña T., ssp
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