"Díjole la mujer:
Señor, dame de esa agua para que no sienta más sed" (Jn. 4,
15). La petición de la samaritana a Jesús manifiesta, en su
significado más profundo, la necesidad insaciable y el deseo
inagotable del hombre. Efectivamente, cada uno de los hombres digno
de este nombre se da cuenta inevitablemente de una incapacidad
congénita para responder al deseo de verdad, de bien y de belleza
que brota de lo profundo de su ser. El hombre tiene necesidad de
Otro; vive, lo sepa o no, en espera de Otro, que redima su innata
incapacidad de saciar las esperas y esperanzas.
¿Cómo podrá
encontrarse con Él? Para este encuentro resolutivo es condición
indispensable que el hombre tome conciencia de la sed existencial que
lo aflige y de su impotencia radical para apagar su ardor. El camino
para llegar a esta toma de conciencia es, para el hombre de hoy como
para el de todos los tiempos, la reflexión sobre la propia
existencia.
¿Cómo definir esta
experiencia humana profunda que indica al hombre el camino de la
auténtica comprensión de sí mismo? Es el cotejo continuo entre el
yo y su destino. La verdadera experiencia humana tiene lugar
solamente en la apertura genuina a la realidad.
¿Cuáles son las
características de tal experiencia, gracias a la cual el hombre
puede afrontar con decisión y seriedad la tarea del "conócete
a ti mismo", sin perderse a lo largo del camino de esa búsqueda?
Dos son las condiciones fundamentales que debe respetar.
Ante todo, deberá
aceptar apasionadamente el complejo de exigencias, necesidades y
deseos que caracterizan su yo. En segundo lugar, debe abrirse a un
encuentro objetivo con toda la realidad.
¡Qué difícil resulta
para el hombre en el mundo de hoy arribar a la playa segura de la
experiencia genuina de sí, en la que puede entrever el verdadero
sentido de su destino! Está continuamente asechado por el riesgo de
ceder a los errores de perspectiva que, haciéndole olvidar su
naturaleza de "ser" hecho a imagen de Dios, le dejan luego
en la más desoladora de las desesperaciones o, lo que es peor aún,
en el cinismo más inexpugnable.
A la luz de estas
reflexiones, qué liberadora aparece la frase que pronuncio la
samaritana: "Señor..., dame de esa agua para que no sienta más
sed"... Realmente vale para todo hombre, más aún, mirándolo
bien, es una profunda descripción de su misma naturaleza.
En efecto, el hombre que
afronta seriamente sus problemas y observa con ojos limpios su
experiencia según los criterios que hemos expuesto, se descubre más
o menos conscientemente como un ser a la vez lleno de necesidades,
para las que no sabe encontrar respuesta, y traspasado por un deseo,
por una sed de realización de sí mismo, que no es capaz él solo de
satisfacer.
El hombre se descubre así
colocado por su misma naturaleza en actitud de espera de Otro que
complete su deficiencia. En todo momento impregna su existencia una
inquietud, como sugiere Agustín al comienzo de sus Confesiones: "Nos
has hecho, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta
que descanse en Ti" (Confesiones 1, 1).
Cristo es quien lo salva.
Sólo Él puede sacarlo de esta situación en que se encuentra,
colmando la sed existencial que le atormenta.
Juan Pablo II
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