Jesús va de camino con
sus discípulos y mucho gentío, a la entrada de Naín se cruzan con
otra comitiva, unos entran y otros salen: “sacaban a enterrar a un
muerto”. Se encuentran la muerte y la Vida, el Maestro muestra su
cercanía a los más pequeños una vez más, a los débiles, a esta
mujer que es viuda y encima ha perdido a su único hijo, acoge su
pena y sufrimiento: “Le dio lástima y le dijo: No llores”. ¿Con
qué autoridad se puede decir a una madre que no llore?, las dos
comitivas están expectantes: “Se acercó al ataúd, lo tocó, los
que lo llevaban se pararon, y dijo: ¡Muchacho, a ti te lo digo,
levántate! El muerto se incorporó y empezó a hablar”. Triunfa la
vida y se acaba el llanto.
Cuantas madres clamando
al cielo en los campos de refugiados, en las playas de Grecia, en
Palestina, en cualquier país africano, con sus hijos muriendo de
hambre en su regazo. Cuantas madres coraje fregando escaleras para
sacar a sus hijos adelante, llorando a escondidas el maltrato o la
incertidumbre, de no saber si su hijo ronda el consumo… Pero
estamos acostumbrados y nos suele gustar más el funeral que el
muerto, escondemos el dolor, nos compadecemos, pero no nos paramos.
Hay que parar y aunque no sepamos qué decir, ante el misterio del
dolor, muchas veces lo mejor es el silencio, mirar, abrazar, acoger,
denunciar, presentar a Dios en la oración con las manos vacías a
las criaturas que él creo, sintiendo la impotencia de lo poco que
podemos hacer.
Lo que ocurre después
en el texto, es que: “Todos sobrecogidos, daban gloria a Dios,
diciendo: Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado
a su pueblo”. Quedaron desconcertados, pero más allá de ver él
poder de Jesús sobre la muerte, aprendieron que hay que luchar
contra todo mal, secar las lágrimas, poner el hombro. Con la
certeza, de que en medio de nosotros, está el que es “capaz de
sacar nuestras vidas del abismo” y dar sentido con su sufrimiento
al nuestro. No en vano Lucas (6,21), en el capítulo anterior, nos
dice: “Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis” y parece
que no es cuestión de esperar a llegar a la Casa del Padre.
“Dios ha visitado a su
pueblo” y es necesario confiar y creer en esa lectura del
Apocalipsis que solemos leer en los funerales: “Ésta es la morada
de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su
pueblo, y Dios estará con ellos y será su Dios. Enjugará las
lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni
dolor. Porque el primer mundo ha pasado. Y el que estaba sentado en
el trono dijo: Todo lo hago nuevo”. Y es que Dios, no quiere que
nadie llore o que viva en el desconsuelo y la desolación.
Julio César Rioja, cmf
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