“Un fariseo rogaba a
Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del
fariseo, se puso a la mesa”. Simón sabe que Jesús conoce a los
hombres, pero no se imagina que los conoce entrando en su conciencia
e iluminándola con su luz. Simón está lleno de sí, de su dignidad
de buen fariseo cumplidor de la Ley, satisfecho de sí mismo y de sus
obras, está convencido de haber agradado a Jesús invitándolo a
comer y espera que Jesús le agradezca su invitación. La luz de
Jesús no puede penetrar en Simón, porque encuentra materia opaca y
emergen las sombras de la soberbia y la vanidad, de la presunción y
del desprecio que tiene hacia los demás que le lleva a juzgar a
Jesús y a la mujer: “Si éste fuera profeta, sabría quién es
esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora”. Su
corazón está cerrado.
“Y una mujer de la
ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del
fariseo, vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás Junto
a sus pies, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los
pies, se los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los
ungía con el perfume”. La mujer pecadora es transparente, abierta
a la luz de Jesús que la conoce transformándola. La mujer llora sus
pecados a los pies de Jesús pensando que no vale nada, que no merece
nada, porque ha pecado mucho. La gente murmura de ella y ella busca a
Jesús y se abandona en Jesús. La luz de Jesús entra en su corazón
perdonándola y reconstruyendo su vida perdida. La mujer ha buscado a
Cristo y Él se ha dejado encontrar por ella. Ella ha sido alcanzada
por Cristo Salvador.
Jesús conociendo y
amando al fariseo y a la pecadora pone de manifiesto ante ellos
mismos sus diversas realidades interiores: “Jesús tomó la palabra
y le dijo: «Simón, tengo algo que decirte». Él respondió:
«Dímelo, maestro». «¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu
casa, no me pusiste agua para los pies…, no me diste el beso de
saludo…, no me ungiste la cabeza con ungüento”. Simón que
presumía de sus grandes méritos, queda desenmascarado como un
hombre mezquino, áspero, frío, árido, incapaz de acoger bien a los
demás. El Señor ilumina la conciencia de Simón para que tenga la
oportunidad de cambiar la triste situación en la que se encuentra.
La pecadora, que era
despreciada, demuestra tener un corazón grande. Ella es consciente
del amor de Cristo, ella sabe que Jesús la ama y sufre por su
pecado. Y este conocimiento del amor herido del Señor le lleva a
corresponder con un amor reparador concretado en obras: “…me ha
lavado los pies con sus lágrimas y me los ha secado con sus
cabellos, no ha dejado de besarme los pies, me ha ungido los pies
con perfume”. La reparación se funda en el amor, en la amistad y
en la misericordia de Dios. El pecador de vuelve al Señor, tocado
por su amor, y vive en adelante con más amor en compensación de la
falta de amor que supone cada pecado. Esto sólo lo podemos vivir si
se da una experiencia de encuentro con el Corazón del Padre, si nos
sentimos tocados por su amor, entonces nos damos cuenta de lo mal que
tratamos al Señor, sentimos dolor por ofender al Amor y a la vez
surge un anhelo de amar más y mejor, de vivir una vida más
diligente y generosa respecto a Dios y a los hermanos; se va creando
en nosotros un corazón de hijo para con Dios, que sintoniza con el
sufrimiento del Corazón del Padre, y un corazón de hermano, que se
solidariza con el sufrimiento de los demás. Esta es la preciosa
gracia de vivir un amor reparador. La reparación es el deseo y la
decisión de de agradar al Señor en todo. Es mostrar delicadeza en
el trato con Cristo y servirle generosamente. “Por eso…, sus
muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero a
quien poco se le perdona, es porque demuestra poco amor». Y a ella
le dijo: «Tus pecados están perdonados…, tu fe te ha salvado:
vete en paz”.
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