Diez leprosos, nueve
de ellos judíos y uno samaritano, estaban reunidos a la entrada de
un pueblo por ser excluidos de la vida social y familiar.
Podían soñar con la muerte como una liberación o un milagro,
porque medicinas no había...Entre ellos había convivencia y
solidaridad para sobrellevar la situación. El sufrimiento los
había unido, pero la curación los separó.
Jesús, en su camino a
Jerusalén, pasaba por ese lugar, y ellos le pidieron a
gritos: “¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!”. El
Señor les respondió que fueran a presentarse a los sacerdotes, los
únicos que podían constatar la curación y reincorporarlos a la
vida social. En el trayecto, se curarán. Podemos imaginar los
gritos de alegría y hasta las lágrimas de felicidad al verse
sanos, con la piel rejuvenecida y sin llagas.
Los nueve judíos
desaparecieron tragados por el milagro de volver a casa, a los
abrazos familiares, y estar libres para circular... Querían
presentarse cuanto antes a los sacerdotes. Conocían la ley mejor
que el pagano. Corrieron detrás del propio interés. El
samaritano, en cambio, escuchó su corazón que le pedía ser
agradecido y se reencontró con Jesús, porque se dio cuenta
de que la salud no venía de la ley ni de los sacerdotes,
sino de Jesús.
Para el Señor cuenta
el corazón que no conoce fronteras religiosas, políticas ni de
clases sociales. Delante de Dios todos los corazones son
transparentes y muestran todo el bien y todo el mal que anidan en
ellos. Cuando el samaritano se postró ante Jesús, se cumplió otro
milagro: la salvación. Queda claro que diez fueron curados, pero
uno solo fue salvado.
El sufrimiento hace
que invoquemos a Dios porque tenemos hambre de salud, amor,
serenidad y ante esas situaciones nos sentimos impotentes. Es
por eso que la fe nace del cariño de confiar solo en él.
P. Aderico Dolzani,SSP
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