sábado, 11 de noviembre de 2017

Domingo XXXII del Tiempo Ordinario_ “¡Ahí viene el novio, salgan a recibirlo!”

Jesús se compara con el novio de una fiesta de bodas. En su época, la novia esperaba en su casa al novio, pero no tenía una hora fija para llegar. En la parábola, el novio se presenta a una hora inusitada y, mientras se aguarda a ese momento, hay que “vigilar”. En ese lapso, lo esencial de la espera no está en que las vírgenes estén despiertas, sino en que sus lámparas tengan el aceite necesario para iluminar la llegada del novio.
Según la enseñanza rabínica, el aceite es símbolo de las acciones de justicia que vamos atesorando, de acuerdo al comportamiento de hijos de Dios. Así nos jugamos la entrada a la vida con Dios, que se puede alcanzar por la sensatez, pero también puede perderse por la estupidez.
Con la parábola de las vírgenes prudentes, Jesús ejemplifica cómo se ha de plasmar una vida coherente con su persona. En cambio, con las vírgenes necias, muestra una conducta desarraigada de los criterios del evangelio por falta a la verdad, fingimiento de afecto, perpetuación del ego, hacer lo que se quiere, etcétera.
Con las actitudes que adoptamos en nuestra vida, demostramos si nos decidimos o no por el reino de Dios, y vamos descubriendo qué es tener buen juicio. Esperar la segunda venida de Jesús no significa que debamos estar siempre vigilantes y tensos, pensando “¿cuándo vendrá?”. Al igual que las vírgenes necias, no basta con que nos interesemos por él solo cuando nos conviene. Es necesario darnos a Dios con todo el corazón y ser solícitos a su voluntad. Vivimos un tiempo de espera, donde vamos llenando nuestras lámparas con el aceite del amor para que la muerte –corona de nuestra vida− nos introduzca en la fiesta de bodas que no termina.
P. Fredy Peña Tobar,ssP
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