sábado, 18 de noviembre de 2017

Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario_ “El siervo bueno y el siervo malo ”

A menudo constatamos que hay personas que con muy pocos recursos han hecho de su vida una virtud; en cambio otros, teniendo mucho, han perdido el gozo y la alegría de vivir. Por un lado, a través de la trayectoria de quienes hicieron fructificar sus talentos, Jesús nos hace ver de qué manera es posible tomar una actitud de vida arriesgada, pero positiva.


Al contrario, mediante el caso de aquel que no ha sacrificado algo por un bien espiritual mayor, nos advierte de qué modo uno se puede arruinar la vida con la soberbia y el egoísmo.

El patrón de la parábola representa al mismo Dios, quien encomienda sus bienes a cada servidor. Y a cada uno de nosotros, ¿qué cosa nos confió? La propagación de su reino. Él nos muestra cómo deben comportarse los que se sienten responsables del Reino de justicia.

El mundo de hoy está acostumbrado a valorar a las personas según la posición social que ocupan y esto puede darse también en el interior de la Iglesia. El evangelio nos enseña a valorar el servicio, por eso, Jesús llama “siervo bueno y fiel” a quien lo imita de corazón, y “siervo malvado” a todo aquel que, reconociéndose en dependencia de su Señor, no se vincula con él de manera confiada y diligente.

Al siervo malvado lo abrumó el miedo a arriesgarse y el anhelo de seguridad. Es más fácil y cómodo quedarse sin hacer nada, que exponerse a ser criticado y rechazado por un acto realizado. Por eso, Jesús nos anima a ser buenos servidores y espera nuestra respuesta.

De este modo, Dios refleja su “grandeza” y “fragilidad”. Grandeza, porque él nos confía sus bienes; y fragilidad, porque, aun sabiendo cómo somos, Dios continúa fiándose de nosotros, aunque la mayoría de las veces corra el riesgo de perder.

P. Fredy Peña Tobar, ssP


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