Una persona le pide a
Jesús que sea juez entre él y su hermano en la división de su
herencia. Esto significa que piensa que el Señor es justo y
recto. Pero Jesús rechaza el pedido porque no vino para
sustituir a los jueces o solucionar nuestros problemas. Sus
palabras son luz para que encontremos el camino y
capacitarnos para juzgar por nosotros mismos con justicia y
caridad.
El Señor no vino
para remplazar nuestra libertad de pensar y hacer, tampoco
por razones de bien, sino para hacernos libres frente a
nosotros mismos de nuestro egoísmo, e infundirnos la fuerza del
Espíritu para elegir el bien por sobre toda tentación de
corrupción. El pedido de ayuda para repartir una herencia da
pie a Jesús para enseñarnos con una parábola a cómo comportarnos
frente a los bienes de este mundo. Un hombre emprendedor, rico,
sin nombre, aparentemente solo, tuvo una gran cosecha, tan abundante
que no cabía en sus silos. Pensó que debía derribarlos para
construir otros más grandes. Cuando puso todo en resguardo, se
convenció de que había hecho algo muy bueno y entonces podía
descansar. No obstante, le llegó el aviso de que esa misma noche
partiría de la Tierra.
Jesús no dice que
este hombre era una persona injusta, deshonesta, mala, pero sí
lo define como necio porque ha hecho que todo su futuro y
su vida dependiera de los bienes que llegó a acaparar. No se
dio cuenta de que los bienes “prometen” colmar el corazón, pero
que, en realidad, lo dejan vacío; que pueden “vendernos” una
vida tranquila, pero no añaden un día a nuestra vida, pues de pan
solo no vive el hombre. Ese hombre era rico, pero solitario; no
había nadie a su alrededor, por eso era un pobre “de
relaciones humanas y espirituales”, no tenía a nadie en el corazón
fuera de sí mismo sus silos y su gran cosecha.
Vivió estúpidamente y
dejó todo a quien no había trabajado. Cosechó la muerte que
sembró en su vida. Los únicos bienes por los que merecemos vivir
son Dios y los hermanos.
P. Aderico Dolzani, ssP.
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